miércoles, 14 de diciembre de 2011

15 minutos



                                              (a A. G.)


Quiero minutos que no pesen,
contemplar mudas la gota
que hace temblar al follaje.

La certeza de un afecto inaudito
que se yergue frente a la ciudad.

Aquí es necesario
justificarlo todo.

Como Sebastián,
mi mano ya no menuda,
aprende a decir adiós.
Mi reloj marca 15 pasados minutos.

Toca despedirse
porque Caracas
resuena con urgencia

Carmen Isabel Maracara (De: Cercada de mí)
Foto: CIM

miércoles, 2 de noviembre de 2011

“Fuiste silvestre, no te dejes domesticar”

La bailarina estadounidense transformó el arte de la danza, buscando la esencialidad del movimiento



Texto: Carmen Isabel Maracara. Foto: JWN Brothers 1899, en center-for-nonverbal-studies.org
Para Isadora Duncan, quien pasó sus primeros años cerca del mar, en la Bahía de San Francisco, éste fue su primera fuente de inspiración. El movimiento perenne y sensual de las olas, brutalmente elocuente y sin afeites, lo llevó a su propuesta de danza, con lo que revolucionó este arte.


Aunque sus temas fueron clásicos, frecuentemente relacionados con la muerte o el dolor, no recurría a los personajes artificiales como héroes y duendes. Su propuesta, de corte minimalista, prescindió de los montajes aparatosos de la época y en su lugar se decantó por decorados con tejidos ligeros, mientras ella se hacía protagonista de la escena sin maquillaje, con el cabello suelto y una túnica vaporosa en la que se adivinaba el cuerpo y sus pies desnudos, en abierta oposición a las bailarinas maquilladas y con un moño o coleta, con el tradicional vestido de tutú, zapatillas de punta y medias rosadas.


Tal desenfado fue el mismo que acompañó su vida azarosa, plena de amoríos, de actitud desafiante hacia la religión –se declaró atea en varias ocasiones-, y en diáspora a varios países del orbe, buscando el lugar adecuado para crecer como artista y desarrollar su talento.






Una niña pobre


Dora Angela Duncan, conocida como Isadora Duncan, nació en San Francisco, Estados Unidos, el 27 de mayo de 1878. Su padre abandonó la familia cuando era muy pequeña y posteriormente, acusado de fraude, fue encarcelado; esto colocó a los Duncan en una situación de penuria económica, que fue enfrentada por su madre incorporándose al mercado laboral como profesora de piano. Isadora deja la escuela a los diez años y comienza junto con su hermana Isabel a impartir clases de danza a otros niños de su barrio.


Siendo una adolescente, la familia se muda a Chicago, donde la joven estudia danza clásica, pero tras sufrir el incendio de su casa, se trasladan a Nueva York, donde ingresa en la compañía de teatro del dramaturgo Augustin Daly. En este momento, ya la joven bailarina tiene su propia y nada convencional concepción del arte escénico, que incluye el interpretar plásticamente poemas por medio de la improvisación, la que intenta, sin éxito, realizar en la academia de Daly, por lo que la abandona y parte a Londres en el año 1900.





Consolidación y tragedia


Ya en la capital inglesa, Isadora, siempre inquieta y autodidacta, pasa largas horas en el Museo Británico, admirando el arte griego y muy especialmente los vasos decorados con figuras danzantes, de los que incorporará a su propuesta elementos característicos, tales como inclinar la cabeza hacia atrás como las bacantes.


Luego reside en Francia, lugar donde se consolida su fama y bebe también de las aguas del arte: el Louvre, la National Gallery y el Museo Rodin, forman parte de sus paseos habituales y su propia cátedra de conocimiento artístico.


A partir de ese momento no deja de actuar en los mejores teatros de Europa, lo que incluye los escenarios italianos, país de tradición renacentista que influye en su arte. En París, sus dos niños, Deirdre y Patrick, mueren trágicamente ahogados en 1913 en el Sena, al hundirse el carro en el que viajaban por un desperfecto en los frenos. El hecho, ocurrido en plena madurez de su vida, según sus propias palabras, la aniquila e interrumpe su carrera para dedicarse a la enseñanza en largas y agotadoras jornadas.


Su dedicación a obras benéficas y a la educación la lleva a Moscú en 1921, donde se casa con el escritor Sergei Esenin, pero el matrimonio naufraga por el carácter violento de éste y su alcoholismo. En Rusia, además de su fracaso amoroso, tampoco logra cristalizar su proyectada Escuela de Danza Futura, por lo que tras divorciarse en 1924, regresa a París y a los escenarios, sin mucho éxito. Son años de penurias económicas, por lo que se refugia en Niza, donde termina su autobiografía y prepara El arte de la danza, libro en el que pretendía ofrecer una síntesis de sus enseñanzas. En esta ciudad fallece trágicamente el 14 de septiembre de 1927, a la edad de 49 años, ahorcada por su propia bufanda, la que se enredó en la rueda del auto en el que viajaba. “Me voy al amor”, dijo para despedirse a su amiga María Desti, pues se marchaba al placer con Benoit Falchetto, un joven y bello piloto de carros italiano. Su vida apasionada; su personalidad contundente y única transcendió su época y transformó el arte de la danza.






Frases de Isadora

“Mi lema: sin límites”

“Fuiste silvestre una vez. No te dejes domesticar”.

“…comprobé que los únicos maestros de baile que yo podía tener eran Jean Jacques Rousseau "Emilio", Walt Whitman y Nietzsche”.

“Yo había venido a traer a Europa un renacimiento de la religión por medio de la danza, para elevar al público al conocimiento de la Belleza y de la Santidad del cuerpo humano, mediante la expresión de sus movimientos.[...] No había venido de ningún modo a bailar para distraer a los burgueses engreídos tras una buena cena".












miércoles, 4 de mayo de 2011

Tomasa Ochoa Cordero nos dejó sin sus querellas

Poeta y artista plástica de Montalbán
A los 96 años, “Tomasita” retomó el camino de los ángeles, con su pueblo amado, sus muñecas y sus perros
Carmen Isabel Maracara

Tomasa Ochoa Cordero falleció el pasado 26 de enero de 2011, a los 96 años. Señora de la sencillez, del verso y la palabra amables, ternura que se extendía a todo ser que tocaban sus manos: el trozo de papel para escribir sus textos, la bolsa que una vez contuvo pan y que ella, con parsimonioso cuidado extendía y volvía a doblar para ser usada de nuevo alguna vez, las muñecas maltratadas que le regalaba la lluvia en las acequias y que ella hacía todo por recomponer, los perros sin amo que recibían de ella amor y algún trozo de pan, la gente que tocaba su puerta, que convertía en afectos incondicionales, como amores de toda la vida...
Cuando le conocí, hacia el año 81, le pregunté sobre ese cuidado de devolver la bolsa de pan a su estado original, de sanar sus arrugas, en vez de simplemente desecharla y echarla a la basura, ella me contestó: “Es que esa bolsa no me ha hecho ningún daño, no puedo tratarla así...”. Así era Tomasa. Más que poeta, vivió en un estado poético, de gracia. Parecía un ángel dispuesto a sanar palabras, personas, objetos.
El poeta Freddy Ordaz, describiría también con estas palabras sobre su vida y personalidad, en un artículo publicado en grupolipo.blogspot.com: “Tomasa Ochoa, nacida en un rincón de las montañas de Montalbán, occidente de Carabobo, el mes de enero de 1915, oscilaba su pulso del silencio siglo. Ella creció con el siglo, de tranvías y vino tinto, diepuesta a contarle su vida a quien quisiera escucharla. Esa poetisa, joven labriega de imagen voladora, que recogía flores silvestres, alguna veces bajo la pertinaz lluvia, acompañada de arco iris y cantos de aves. Habitó en esa comarca poblada de naranjales que perfuma los aires y las faldas del cerro La Copa”.
Terroncito de tierra dura
Tomasa nació el 15 de enero de 1915, en el pueblo de Montalbán, en la vía hacia Bejuma, estado Carabobo. Aunque residió en varias ciudades como Maracaibo y Cumaná, acompañando a su esposo telegrafista y finalmente en Valencia, siempre añoró “ese terroncito de tierra dura” que nunca debió dejarle ir, como escribió.
Y es que pese a estar inmersa en la ciudad, Tomasita, como la nombra la escritora Laura Antillano, parecía como recién llegada de ese universo sencillo, de ese “cielo siempre limpio, con nubes que parecen pintadas con creyones prima-color, una placita en el centro, una gente que se quitaría la camisa para regalártela si a ti te gusta”, en palabras de Laura.
A la escritora, en una entrevista publicada en la revista Pandora de El Nacional, hace varias décadas, le explicaba que luego de morir su esposo, “un hombre leído”, fue que comenzó a escribir, a valerse sola. “Quería escribir, hacer cosas bonitas, cosas que me gustaran, era como unas ganas, un 'impulso'”. (...) Siempre pongo la verdad en esos poemas, en todo lo que hago, me hace feliz hacerlo, me llena. Yo los llamo los disparates, escribo mucho cuando estoy triste, son mis pensamientos”.
Y entre esas cosas bonitas, Tomasa también transitó los caminos de las artes plásticas. Participó en varias exposiciones artísticas en los estados Carabobo y Aragua y sus obras fueron admitidas en tres ocasiones en el Salón Michelena, el salón más antiguo del país.
Mucho antes de morir, su poema “Sepulturero” (en Páginas en el espacio, 1981), es la antelación de su epitafio: “Navegando en agonía / esclava de mis andares,/ rompí camino al final / y me iba capeando la tierra. / No sé que quiso decir. / Aunque no le di respuesta / sé que deben bajarme. / quiero sentir allí los inviernos / y saber de lo que hablan las noches”. De seguro también la noche le susurra palabras luminosas, como fue su vida.

Obra poética
Tomasa Ocha es autora de varios volúmenes de poesía: Canto Uno (Montalbán), Mi canto es del viento (Separata, 1981), Páginas en el espacio (Ediciones del Gobierno de Carabobo, 1991) y Viento de sequía sobre el arado (Ediciones del Gobierno de Carabobo, 1996). Valdría la pena, para difundir su obra, desconocida para muchos, que se reeditara su trabajo poético en una edición de alcance nacional.

QUERELLAS A MI PUEBLO

Aquí me tienes

mi terroncito de tierra dura

vengo a contarte algunos recuentos

de mi desenvolvimiento.

No te pongas triste

si es que me ves llorar.

Es que hay algunas frases que zapatean

en lo agudo de mi garganta

sin poder brotar,

porque son duras

tienen espinas y suelen mi voz hincar.

Ay, si supieras cómo me han tropeado

las otras tierras.

Es que nunca has debido dejarme ir.


(Mi canto es el viento, 1981).



Eclipse '91


Vé y dile a Gabriel

que transité por un paraíso sin luz

y muchas veces fui quemada.


Ya me ves, escaleras arriba

doblada de cicatrices.


(Viento de sequía sobre el arado, 1996)

domingo, 17 de abril de 2011

Luis Alberto Crespo: “La carencia enriquece por dentro al ser humano”

Dueño de palabras que transfiguran el paisaje y el alma



Premio Nacional de Literatura 2010, es heredero de una tradición de periodistas humanistas que fueron tutores de su niñez




En Luis Alberto Crespo conviven, sin que una le haga sombra a la otra, la pluma de un gran periodista y un extraordinario escritor. Ambas condiciones sobrevienen de una infancia marcada por la figura de su padre, Antonio Crespo Meléndez, también periodista y de un tío y un abuelo que cambiaron la hacienda por la imprenta, los caballos por los galeradas tipográficas. No obstante, Luis Alberto no renunció a ellos: desde los elaborados con palos de escoba, que “no tenían cabeza sino un nudito” y que fueron juego travieso en la niñez, hasta Chemonero, el primero que montó y los que vinieron después. Luego soñó con el llano. Y fue. “Y de ahí no he vuelto”, nos dice.


Recientemente, al también presidente de la Casa de las Letras Andrés Bello y autor de una veintena de libros de poesía, le fue otorgado el Premio Nacional de Literatura; anteriormente obtuvo el premio Conac de Poesía, el Premio Municipal de Poesía y el Premio Nacional de Periodismo Cultural. Con tantos galardones, no deja de ser el joven sencillo que emergió de la canícula de Carora y nos recibe con amorosa sonrisa.


- Tú has recibido antes el Premio Nacional de Periodismo Cultural y ahora el de Literatura. Pensando en esas dos esferas tuyas, que te han acompañado toda la vida, yo quisiera comenzar por preguntarte qué le ha aportado el periodista al poeta y viceversa, porque eres periodismo y poesía.


- Sí, pero fíjate, siempre he unido las dos cosas, no deliberadamente. No es que yo dije “voy a escribir un periodismo que tenga una vinculación con el lenguaje poético”. No. Lo mío es algo mucho más antiguo porque vengo de una tradición de periodistas humanistas. Mi abuelo, José Herrera Oropeza, fundó el Diario de Carora, donde la cultura, la literatura, tenían una enorme importancia. Por supuesto, en ese momento no estoy en condiciones de captar esas características de ese periódico, más cercano estaba a comprenderlo o intuirlo cuando comienzo a descubrir a mi papá. Es decir, cuando no soy un niño sino un adolescente y comienzo a ver a un hombre que concibe el mundo en la lectura, en la escritura y al mismo tiempo en el dibujo, el arte, la pintura. En un cuarto, en una habitación de esas grandes, con altos techos que hay en Carora, siempre veía a un señor inclinado sobre un libro, rodeado de libros que llegaban casi hasta el techo. Y era un hombre, además, nocturno. Yo me dormía y a altas horas de la noche me despertaba y oía una música y las voces que venían de otras partes del mundo y ese era mi papá comunicándose con la tierra. Es decir, ¿qué ocurría en Londres, en España, en Francia?, a través de esas emisoras que hablaban de todo porque mi papá era un periodista. Por supuesto me acerqué a lo que escribía mi papá. ¿Y qué era lo que escribía? Sobre escritores, artistas, del mundo entero o de Venezuela y América, en ese periódico que había fundado mi abuelo y que había heredado mi tío, Antonio Herrera Oropeza. Mi padre era el encargado, el jefe de redacción, es una manera de decirlo. Difundía la cultura, la literatura, en unas crónicas que se llamaban “Retazos literarios”, durante 45 años, diariamente. Para él lo social era muy importante, el reclamo de los oprimidos, la justicia burlada por los grandes señores y gobiernos. Entonces yo comienzo a descubrir una inclinación hacia el dibujo, la lectura, la escritura, porque no he hecho otra cosa que mirar y contemplar a un señor que escribe, lee, dibuja y oye música.


- ¿Y cuándo escribes el primer poema?


- Cuando yo avanzo en mi vida, un día menos pensado, escribo un texto muy influido de Vicente Gerbasi sobre unos señores que viven en una casa antigua, en Carora, que se parecen a sus ladrillos y sus muros. A mi papá le encantó y por primera vez en mi vida me vi publicado, por supuesto en el periódico de mi abuelo y mi tío y cuyo jefe de redacción era mi padre. Él me dijo que ese era el camino de una poesía social, de un tema que tocaba al ser humano en su condición más dramática.


- ¿Eras un muchacho en ese entonces?


- Sí, estaba en bachillerato. Me vine a Caracas. Yo salí de Carora a los 13 años y ese alejamiento de Carora me acercó a mi padre a través de las cartas. Era un diálogo sobre lo que escribía, lo que estaba leyendo. Mi papá me iba indicando qué otros libros serían buenos para mí, una especie de un gran diálogo entre un escritor, un periodista y un hombre que estaba estudiando bachillerato y que no tenía muy claro qué era lo que quería. Pero yo deseaba ser abogado, no sé en qué momento ocurrió ese salto hacia el periodismo. En todo caso, hay una serie de historias aledañas, como la presencia de escritores como Adriano González León, que fue determinante. Comencé a escribir haciendo notas..., ¿pero quién me enseñó? Mi papá no me dijo: “Se escribe de esta manera”, sino que leía y leía mucho. Estas notas eran como crónicas que explicaban y analizaban críticamente lo que leía. Eso me sirvió mucho y terminé siendo un columnista de la cuarta página de El Nacional cuando era director Uslar Pietri. La presencia de Miguel Otero Silva para mí fue definitiva porque fue un hombre que me apoyó, que apostó a mí y eso nunca lo olvidaré. Estuve también de asistente de José Ramón Medina en el Papel Literario. Luego comienzo a sentir una pasión por la belleza de la escritura, una escritura al servicio de la información. Hasta ese entonces, no había poesía, sino nostalgia por regresar a Carora. ¿Qué hacía yo? Dibujaba lo que había perdido. Y un día me cayó en las manos el libro Los espacios cálidos de Vicente Gerbasi y más tarde Paisano de Ramón Palomares y eso bastó. Porque quise escribir sobre la infancia y a la manera de como se hablaba en la infancia, el espacio que había dejado. Y escribí Si el verano es dilatado, de la mano de Adriano González León que leyó mis textos y le dio forma al libro. Luego vino Juan Sánchez Peláez. Allí comienzo a tener una especie de frenesí por escribir sobre la poesía, sobre un lenguaje que no fuera sólo dibujar los lugares de donde venía sino lo que pasaba dentro de mí.


- ¿Una especie de telurismo que convive con la interioridad?


- Claro, y la parte universal de cada telurismo. Y también estaba el periodismo, al mismo tiempo. En una pasantía que yo tuve en El Nacional, ya como reportero en las páginas de arte, tenía nada menos que a Miyó Vestrini como jefe y la primera entrevista que realicé allí fue a Vicente Gerbasi cuando se ganó el Premio Nacional de Literatura. Allí comienza ese amor por el periodismo literario, de la mano de Miyó Vestrini, Adriano González León, Jesús Sanoja Hernández. Y por supuesto mi papá era mi confidente, mi amigo; nos quedamos hasta tarde la noche leyendo y conversando sobre arte y literatura. Yo me sentía un colega de mi papá. Él fue definitivo y Adriano que me llevó por el lado del periodismo y la poesía, a la belleza de una frase, de un vocablo. Si hay que buscar un principio, es la imagen de mi padre escribiendo hasta la noche, leyendo todo el tiempo, dibujando a sus grandes escritores y convirtiendo el periodismo en una información cultural. Él tenía una columna sobre los personajes olvidados de Carora, los pobres, los indigentes, los que habían sido dejados a un lado por la gente con dinero, por una sociedad capitalista, porque era un cristiano socialista.


- De alguna manera tú retomas eso en tu columna El país ausente...


- Hay un eco, una comunión, seguir ese itinerario. Ahí está mi padre, Armas Alfonzo, Adriano...


- Si retomamos el tema de los premios nacionales, yo podría decir que tu predecesor que fue Willian Osuna le regaló al país, en su escritura, la ciudad, Caracas, nos acercó a una visión amorosa sobre Caracas. ¿Podríamos decir entonces que Luis Alberto nos regala a Carora?


- Yo creo que sí, es bonito eso que dices. Sí, pero sobretodo yo aspiro que no sea exactamente lo visible, sino como una temática de la relación del ser con el espacio, con la pureza de la blancura, con el concepto de sequía y de espina que tiene que ver con esa transfiguración del hombre a través de lo que es realmente la carencia y que la carencia sirve para enriquecer por dentro el ser humano. Yo creo que el hecho de que el mediodía sea tan importante para mí es un concepto de la pureza, de la depuración del ser a través de la luminosidad.


- Es casi un concepto monacal, religioso...


- Podría ser. Alguien me dijo que ese es un concepto místico. Si eso es así, no soy yo el que lo hace deliberadamente, pero sí hay un concepto religioso con relación a esa transfiguración del ser que va más allá de su propia condición física. Es el concepto de estado de alma, que a través del espacio físico se puede producir, a través y sobre la tierra plana, seca como un cuerpo, una tierra que tiene vida como uno. Y después, ese color blanco sirve para verse uno como transfiguración.



Carmen Isabel Maracara