domingo, 28 de febrero de 2016

83 años: arroz y huellas dactilares




“Tengo 83 años, no me pida la cédula. Yo no compro por cédula. ¡Véndame los dos kilos de arroz! Ya yo hablé con el supervisor, con el vigilante; él me dejó subir. ¿Pero es que no me entiende? Tengo 83 años y una pierna más larga que la otra, yo sé que hoy no me toca comprar, pero ¿cómo hago, si cuando me tocaba no había arroz? Ah, que hable con el gerente? Ya voy”.
Le repite la misma historia. El fiscal supervisor dice que no, que es por número de cédula. Le explica al gerente del supermercado. La cola se detiene. La gente pregunta qué pasa, se comienza a generar tensión. Explico que es una señora muy mayor, que no debería estar en esto, les cuento lo de la pierna; la gente asiente con el silencio…, al menos no se alteran. Le digo al cajero que si no se lo venden, le doy los dos míos y él me responde que si hago eso, se me bloquea la posibilidad de comprar arroz esta semana en ese establecimiento. Le respondo que no importa. El cajero, visiblemente alterado, con angustia, dice que no puede estar más en ese puesto, que él no va a hacer eso, que le va a vender a la señora el arroz, así lo despidan y lo comparte con otro cajero de al lado, que hoy también lo pusieron en estas funciones no habituales para ellos. Los cajeros de siempre, acostumbrados a todas estas situaciones, lo más probable es que no se hubiesen doblegado.
La señora vuelve, cara triunfante. Que el gerente le dijo que sí. La supervisora del cajero le autoriza con un gesto. “Ponga su dedo pulgar derecho, ahora el izquierdo”. La señora pone el pulgar derecho, pero luego el  índice izquierdo. Pareciera no entender bien lo que está pasando, que tiene que poner sus dedos en una máquina captahuellas para que pueda hacer su compra. El pulgar izquierdo no pasa, porque tiene la huella dactilar borrada. “Es que son 83 años, se me borraron, yo no me las borré”. Se va con una sonrisa, con sus dos kilos de arroz y un paquete de galletas dulces. “Gracias por la ayuda”, me dice. El cajero y yo suspiramos. 

Carmen Isabel Maracara