domingo, 14 de octubre de 2012

El país de Juan Ernesto

En su mochila de regreso a España, Juanes se llevó todo el sabor de su tierra, el afecto, la alegría y sobre todo el orgullo de ser venezolano
 Texto: Carmen Isabel Maracara. Fotos: Maday Rivero Tupano
 
Juan Ernesto –Juanes para los conocidos-- tiene apenas cuatro años y medio y ya sabe con certeza lo que es la venezolanidad. Aunque ama su Cataluña natal, sabe de la diferencia de los besos y apurruños con sabor a trópico calentito por el sol, la algarabía de las casas familiares donde le celebran su acento español, su dominio del catalán y también su picardía, así como los chistes y el humor de su otra patria llamada Venezuela, de la que ya tiene una certeza de apropiación del territorio, pero sobretodo del territorio afectivo de una larga parentela que lo ama y que va conociendo un poco anonadado pero feliz, junto al perro -o mejor gosso en catalán-, con el que pudo jugar en una casa con patio o la playa radiante de un mar Caribe que le gusta y disfruta.
Con sus pantaloncitos cortos, su franelilla sencilla y su gorra de beisbol, parece un venezolanito más que acompaña a su mamá Maday de paseo, pero cuando habla, aparece el españolito que pide un helado de vainilla porque no sabe qué cosa es eso del mantecado o patatas fritas en vez de papitas fritas y dice “vale” en vez de chévere.
Pero su forma afectiva de ser y andar por el mundo es profundamente venezolana. ¿Cómo hizo su madre Maday en la brumosa Barcelona para hacerlo transitar en ésta, su otra nación, pese a no vivirla en carne propia? Pues seguro hubo muchas arepas los domingos en la mañana, una salsa vibrante cantada por ella mientras limpiaba la casa, los cuentos antes de dormir que hablan de rabipelados y morrocoyes, la mágica aparición por el Skype de unas tías que le hablan con un acento risueño y distinto, que le resuena en su interior.
Luego de un mes en Venezuela, observa un día la cédula de su mamá y lee: “Venezolana”, ante lo que exclama no sin cierta angustia y premura: “Mamá, ¡yo quiero también ser venezolano!”, solicitud que es respondida con un abrazo tranquilizador y un susurro: “No te preocupes, tú eres venezolano, así como español y catalán”. Juanes suspira y sonríe. Entonces es dueño también de las fábulas de morrocoyes y rabipelados, del arroz con leche con ralladura de limón y pizca de canela, coronado por una hojita de limón; de las arepas tiznadas de los fogones pueblerinos; de la pisca con su toque esencial de cebollín al último momento; del verano permanente; de las casas con porche y zaguán; de los heladitos de vasito con paleta; de la jalea de mango y la naiboa sabrosa, de las panelas de San Joaquín, el queso guayanés y la cuajada andina; de las gaitas que se adelantan varios meses a la Navidad; del tambor, del cuatro, el arpa, la bandola, la bandolina y las maracas; de la guasacaca y el sofrito, de la empanada y la reina pepeada y tantas otras cosas y querencias. Juan Ernesto ya se sabe dueño de un universo fraterno, de cadencia alegre, de ese país que es también orgullosamente suyo.

 
 
 
 

De regreso a casa

El país, cuando es ausencia, es dolorosamente real. Recuerdo una mañana en Barcelona, España, cuando al escuchar las notas del Alma Llanera, interpretadas por un arpista colombiano, al pie de la iglesia de la Sagrada Familia, lloré de nostalgia por este país que se me hacía escandalosamente lejano. Nunca faltaron durante los tres años que viví en esa ciudad por razones de estudio, nuestra gastronomía, la música venezolana y caribeña, el paisaje íntimo de los amigos y la familia vueltos fotos y recuerdos. Saltaba en el metro cuando escuchaba un acento como el mío y era inevitable intercambiar miradas de complicidad con el paseante y preguntar si era venezolano. De regreso, la primera encrucijada fue con el queso guayanés derretido dentro de una arepa recién salida del budare; los abrazos largos y sentidos con una extensa familia; devolver el tránsito hacia los amigos queridos. Siempre supe que regresaría, que mi país era mi geografía perfecta.