Texto: Carmen Isabel Maracara. Fotos: Maday Rivero Tupano
Juan Ernesto
–Juanes para los conocidos-- tiene apenas cuatro años y medio y ya sabe con
certeza lo que es la venezolanidad. Aunque ama su Cataluña natal, sabe de la
diferencia de los besos y apurruños con sabor a trópico calentito por el sol,
la algarabía de las casas familiares donde le celebran su acento español, su dominio
del catalán y también su picardía, así como los chistes y el humor de su otra
patria llamada Venezuela, de la que ya tiene una certeza de apropiación del
territorio, pero sobretodo del territorio afectivo de una larga parentela que
lo ama y que va conociendo un poco anonadado pero feliz, junto al perro -o
mejor gosso en catalán-, con el que
pudo jugar en una casa con patio o la playa radiante de un mar Caribe que le
gusta y disfruta.
Con sus
pantaloncitos cortos, su franelilla sencilla y su gorra de beisbol, parece un
venezolanito más que acompaña a su mamá Maday de paseo, pero cuando habla,
aparece el españolito que pide un helado de vainilla porque no sabe qué cosa es
eso del mantecado o patatas fritas en vez de papitas fritas y dice “vale” en
vez de chévere.
Pero su
forma afectiva de ser y andar por el mundo es profundamente venezolana. ¿Cómo
hizo su madre Maday en la brumosa Barcelona para hacerlo transitar en ésta, su
otra nación, pese a no vivirla en carne propia? Pues seguro hubo muchas arepas los
domingos en la mañana, una salsa vibrante cantada por ella mientras limpiaba la
casa, los cuentos antes de dormir que hablan de rabipelados y morrocoyes, la
mágica aparición por el Skype de unas tías que le hablan con un acento risueño
y distinto, que le resuena en su interior.
Luego de un
mes en Venezuela, observa un día la cédula de su mamá y lee: “Venezolana”, ante
lo que exclama no sin cierta angustia y premura: “Mamá, ¡yo quiero también ser
venezolano!”, solicitud
que es respondida con un abrazo tranquilizador y un susurro: “No te preocupes,
tú eres venezolano, así como español y catalán”. Juanes suspira y sonríe.
Entonces es dueño también de las fábulas de morrocoyes y rabipelados, del arroz
con leche con ralladura de limón y pizca de canela, coronado por una hojita de
limón; de las arepas tiznadas de los fogones pueblerinos; de la pisca con su
toque esencial de cebollín al último momento; del verano permanente; de las
casas con porche y zaguán; de los heladitos de vasito con paleta; de la jalea de
mango y la naiboa sabrosa, de las panelas de San Joaquín, el queso guayanés y
la cuajada andina; de las gaitas que se adelantan varios meses a la Navidad;
del tambor, del cuatro, el arpa, la bandola, la bandolina y las maracas; de la
guasacaca y el sofrito, de la empanada y la reina pepeada y tantas otras cosas
y querencias. Juan Ernesto ya se sabe dueño de un universo fraterno, de
cadencia alegre, de ese país que es también orgullosamente suyo.
De regreso a casa
El país,
cuando es ausencia, es dolorosamente real. Recuerdo una mañana en Barcelona,
España, cuando al escuchar las notas del Alma
Llanera, interpretadas por un arpista colombiano, al pie de la iglesia de
la Sagrada Familia, lloré de nostalgia por este país que se me hacía
escandalosamente lejano. Nunca faltaron durante los tres años que viví en esa
ciudad por razones de estudio, nuestra gastronomía, la música venezolana y
caribeña, el paisaje íntimo de los amigos y la familia vueltos fotos y
recuerdos. Saltaba en el metro cuando escuchaba un acento como el mío y era
inevitable intercambiar miradas de complicidad con el paseante y preguntar si
era venezolano. De regreso, la primera encrucijada fue con el queso guayanés
derretido dentro de una arepa recién salida del budare; los abrazos largos y
sentidos con una extensa familia; devolver el tránsito hacia los amigos
queridos. Siempre supe que regresaría, que mi país era mi geografía perfecta.