“Tengo 83 años, no me pida la cédula. Yo no compro por
cédula. ¡Véndame los dos kilos de arroz! Ya yo hablé con el supervisor, con el
vigilante; él me dejó subir. ¿Pero es que no me entiende? Tengo 83 años
y una pierna más larga que la otra, yo sé que hoy no me toca comprar, pero ¿cómo
hago, si cuando me tocaba no había arroz? Ah, que hable con el gerente? Ya voy”.
Le repite la misma historia. El fiscal supervisor dice que
no, que es por número de cédula. Le explica al gerente del supermercado. La
cola se detiene. La gente pregunta qué pasa, se comienza a generar tensión.
Explico que es una señora muy mayor, que no debería estar en esto, les cuento
lo de la pierna; la gente asiente con el silencio…, al menos no se alteran. Le
digo al cajero que si no se lo venden, le doy los dos míos y él me responde que
si hago eso, se me bloquea la posibilidad de comprar arroz esta semana en ese
establecimiento. Le respondo que no importa. El cajero, visiblemente alterado,
con angustia, dice que no puede estar más en ese puesto, que él no va a hacer
eso, que le va a vender a la señora el arroz, así lo despidan y lo comparte con
otro cajero de al lado, que hoy también lo pusieron en estas funciones no
habituales para ellos. Los cajeros de siempre, acostumbrados a todas estas
situaciones, lo más probable es que no se hubiesen doblegado.
La señora vuelve, cara triunfante. Que el gerente le dijo
que sí. La supervisora del cajero le autoriza con un gesto. “Ponga su dedo
pulgar derecho, ahora el izquierdo”. La señora pone el pulgar derecho, pero
luego el índice izquierdo. Pareciera no
entender bien lo que está pasando, que tiene que poner sus dedos en una máquina
captahuellas para que pueda hacer su compra. El pulgar izquierdo no pasa,
porque tiene la huella dactilar borrada. “Es que son 83 años, se me borraron,
yo no me las borré”. Se va con una sonrisa, con sus dos kilos de arroz y un
paquete de galletas dulces. “Gracias por la ayuda”, me dice. El cajero y yo
suspiramos.
Carmen Isabel Maracara