Hace pocos días que Matty se fue del país. No era su dueña, era la vecina que lo adoraba y a quien él maullaba por la ventana de la cocina para que le diera cobijo cuando su ama verdadera salía de casa. Hay que decir que Matty perdonaba todas sus imprudencias, como saltar en un segundo piso, desde la reja hasta su ventana, con el peligro de caer como un plátano al piso y gastar alguna de sus siete vidas. Aunque su contextura habla de que su familia humana no se detenía en recuentos calóricos, la vecina lo consentía con golosinas extras, de esas que no salen de una caja de comida seca, apta para felinos, además de rascarle la barriga y disfrutar cada uno de sus gestos. Así que cada tarde maullaba en la entrada de su casa, sentado en la alfombra o hacía la pirueta mortal que lo acercaba a la morada de sus sueños. Pero ya van tres días que Matty no llega; Frijol no sabe que la gente se está mudando del país por causas muy ajenas a su transitar de amarillos ojos sabios. Cada día la espera.
Hoy lo vi en el estacionamiento, solo, esperando. No conocí
antes a un gato tan despechado por un amor imposible, marcado por el exilio
involuntario. “Todo pasa, Frijol”, le digo, pero él no entiende de este adiós
sin despedidas.
Texto y foto: Carmen Isabel Maracara
Texto y foto: Carmen Isabel Maracara