domingo, 5 de octubre de 2014

El glorioso café de Mercedes


A Mercedes, “la vendedora de café más antigua del mercado de Coche”


No es Mercedes, pero seguro la historia se repite


Mercedes se levantó una vez más a las cuatro de la mañana a preparar los tres cuatro termos gigantes de café. Agua fría para espantar el sueño, un pié primero y otro después, mientras sus hijos van también recibiendo rastros de sonido del trajinar de su madre que hace 15 años inició para levantarlos, a falta del padre que cada vez fue haciendo menos falta, a fuerza de no aparecer nunca.
La ducha termina y ya el agua está hirviendo para colar el café, hay que apurarse y hacer la masa para las arepas para que Ernesto –así podría llamarse- y María –otro nombre común- puedan llevarse en el estómago el desayuno antes de irse el primero a sus clases de Administración en el instituto y ella a su tiempo compartido entre su carrera de Publicidad y el trabajo; para que lleven en sus paladares algo del amor infinito que esta madre les regala cada día, para que recuerden a esta Mercedes que ya a las cinco de la madrugada está en la parada de la Cortada del Guayabo, luego de subir una cuesta desde San José de los Altos y esperar a veces diez minutos, a veces media hora, la camioneta que la llevará apenas cinco kilómetros más allá para desde allí tomar otra o un jeep hasta Coche e invadir el mercado con su sonrisa contagiosa, con su saludo tempranero, con su buen humor de mujer resuelta y orgullosa de siempre salir adelante.
Ella sola llevó a sus hijos a la universidad, allá apoyó una madre, después el abuelo, alguna vez el marido en los primeros tiempos de la separación. Luego fue el ir y venir cotidiano a vender en el mercado los tres termos de café, a veces cuatro –con leche ya no porque es un problema, no se consigue- y mantener el precio aunque el café suba, aunque el azúcar suba, aunque esté cansada, o si llueve, o si no hay transporte, o si el frío o la oscurana acechan.
Con la venta del café, sus dos hijos estudiaron primero en la escuelita pública, luego en el liceo y después en el instituto y universidad privada. “Hay que ir reuniendo, para pagar de contado”, dice; ya el muchacho va a salir y María –si así se llama- ya se graduó. “Hoy me fui a recorrer Catia, a buscar un carro –se refiere a una carrucha portátil. Las de las ruedas grandes son buenas, circulan rápido, pero parten la bolsa. Fui a buscar una italiana, son las mejores; yo la conseguí, pero vale mucho y no tenía, pero la voy a comprar. Tuve una buenísima, se me fue cayendo por partes y en el mercado me echaban broma porque la componía, la amarraba aquí, la arreglaba por allá; es que era muy buena….”. Y así me da una clase sobre todos los tipo de “carros” que hay para trasladar, en una bolsa plástica grande, los cuatro termos de café.
“Yo no como durante el día”, me dice, y ante mi asombro y pregunta responde: “Es que si lo hago, no rindo, porque el café se vende caminando y hay que distribuirlo antes que se enfríe. Comienzo a servirlo por todo el mercado a los carreteros, a los que venden, a los de siempre, pues y luego vuelvo recogiendo. Hoy, como a las dos, lo que me comí fue una empanada. Pero claro, tomo mucha agua, eso sí. Y ahorita que me compré esta chicha, que algo me alimenta. Ceno en la noche, en mi casa, pero tampoco mucho, los fines de semana sí, porque mi hija me cocina y me dice que tengo que comer. Pero trabajando no puedo”.
Y así veo a Mercedes con sus cuatro pesados termos de café, recorriendo todo el mercado, voceando su cafecito negro, primero en la fresca mañana pero luego pica el sol que se acerca al mediodía mientras va cobrando y vendiendo lo que queda; despertándose a las cuatro o a las tres y media de la madrugada y sin carro ni ayuda montarse en una camioneta, luego en un jeep –es difícil, lo supondrá, subir los cuatro termos en un jeep lleno de nueve personas y a lo mejor el puesto que queda está al final, aunque a veces los pasajeros colaboran y se ruedan para que Mercedes quede al lado de la puerta y le ayudan a subir su mercadería.
Ahora cuando veo en la ciudad, temprano en la mañana, varios vendedoras de café, pienso en Mercedes, “la vendedora más antigua del mercado de Coche”, que se replica en estas otras mujeres y hombres que de cafecito en cafecito han levantado su hogar, gente trabajadora que se gana la vida de moneda en moneda, voceando el negrito, el conleche, la manzanilla, esquivando los carros en la autopista: todos son Mercedes empujando la vida. Y pienso como Sabina, que si la “Magdalena pide un trago, tú la invitas a mil, que yo los pago”. Cómprenle los mil cafés, a Mercedes-Magdalena, que yo los pago, para que regrese temprano, para que descanse, para que la vida aguante.

Carmen Isabel Maracara

27-10-2007

foto: (https://farm5.staticflickr.com/4068/4438411330_5eb897abc4.jpg)

miércoles, 1 de octubre de 2014

La desamontonada

(Crónica)

 El terminal del Nuevo Circo en Caracas es un voceo interminable de historias rotas; unas creíbles, otras demasiado dramáticas para ser verdad. Quizás algunas honestas. A todos les falta algo, la venta se hace invocando una situación extrema: un muchacho que se recuperó de las drogas y vende agujas, otro que dice ser artesano y vende collares de dudosas piedras, chicos que perdieron un pasaje y andan desperdigados por la ciudad completando el dinero que falta, los eternos vendedores de chocolates, galletas, tarjetitas con mensajes amorosos o estampas religiosas.

Pero a veces es distinto, aunque se repite la petición.

Ella venía de los Valles del Tuy, dijo nombre y dirección exacta. Rondaba los 70 años. Se le enfermó la pareja, “está muy mayor y enfermo”. Pero ella no nació “para amontonarse, no se quiere quedar amontonada en la casa”. La casa enferma, la casa asfixia, comenta.

Necesita comprar medicinas para la hipertensión y otras cosas para el marido. Va riendo y contando historias, unas más divertidas que otras; no hay dramatismo en su presencia, sino más bien la alegría de quien disfruta el contacto de los otros; salir y respirar el aire denso de la ciudad, menos denso no obstante que el cuarto oscuro donde habita la pesadumbre, las carencias, las noticias de un cuerpo que se desgasta.

Cambia el nombre a los pasajeros que le dan dinero, mientras sonríe y nos devuelve la risa a todos: “Gracias Azucena”, me dice, “adiós Eustaquio”, “gracias Jesusita”, nombres todos poéticos, insólitos, de otro tiempo. Se baja y deja una estela de dulzura a su paso. Se olvida uno del polvo de afuera, de este terminal casi derruido, del cansancio de todos al final de la tarde.

 
Carmen Isabel Maracara
12/05/2012